Antiguamente el cirio pascual se apagaba en la Ascensión del Señor, justo al concluir la proclamación del Evangelio. En la Vigilia de Pentecostés se volvía a encender, para introducirlo en la fuente bautismal, durante su bendición.
Actualmente, el Misal Romano indica que el cirio pascual se apaga acabado el tiempo de Pascua. Es decir, tras la última celebración del domingo de Pentecostés. Luego el cirio se coloca en el baptisterio.
Pese a la claridad de la norma litúrgica, hay quienes encienden el cirio todos los domingos porque dicen que la misa dominical es la “pascua semanal”. Ciertamente lo es. Pero también toda misa “es el memorial de la Pascua de Cristo” como explica el Catecismo de la Iglesia (n. 1362) y, por tanto, bajo esa misma lógica, debería estar presente en todas las misas.
El año litúrgico está formado por diversos tiempos, pues así se puede celebrar mejor todo el misterio de Jesucristo, desde su encarnación y nacimiento hasta su ascensión, el día del Pentecostés y la espera de su regreso en la gloria.
Cada ciclo litúrgico tiene sus propios elementos distintivos, sus propios signos que nos ayudan a comprender el misterio en el que nos centramos. En cada misa conmemoramos la pasión del Señor, y no por eso se despoja al altar del mantel como en la celebración del Viernes Santo. Cada misa presupone la Encarnación, y no por eso nos arrodillamos en el credo, como en la Anunciación.
Así como hay “tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado” (Ecl 3, 2), hay tiempo para que el cirio esté encendido en el presbiterio, y hay tiempos en los que no lo está. Con la ausencia del cirio se nota más su presencia en el tiempo pascual.
Fuera de ese tiempo, el cirio debe estar presente en las pascuas fundamentales, en los pasos esenciales de cada persona: en el paso de la muerte a la vida por el bautismo, y en el paso de la vida a la muerte, en las exequias.