Las lecturas bíblicas distintas al Evangelio deben ser leídas, en primera instancia, por un lector ritualmente instituido.
Puede ser instituido en este ministerio cualquier laico (varón o mujer), que tengan la edad y las condiciones determinadas por la conferencia episcopal (CIC 230). Sin embargo, muchos obispos reservan este ministerio solo para los candidatos a las órdenes sagradas.
Ante la ausencia de un lector ritualmente instituido, puede encargarse que lea las lecturas otro laico que sea apto para cumplir este ministerio y que esté realmente preparados, para que, al escuchar las lecturas divinas, los fieles conciban en su corazón el suave y vivo afecto por la Sagrada Escritura (IGMR 101).
De no haber alguien idóneo, el diácono (IGMR 176) o el sacerdote (IGMR 59) proclamarán las lecturas.
Le proclamación del Evangelio corresponde de forma exclusiva a ministros ordenados. No es un ministerio presidencial y, por ello, corresponde al diácono en primer término. De no haber un diácono, uno de los sacerdotes concelebrantes cumplirá este servicio. Y ante la ausencia de concelebrantes, será el sacerdote que preside quien se encargará de proclamar el Evangelio desde el ambón (IGMR 59).
La proclamación del Evangelio es la cumbre de la liturgia de la Palabra. Por eso se distingue de las otras lecturas con diversos signos. Uno de ellos es la bendición de quien hará la lectura.
Esta bendición la recibe el diácono que proclamará del obispo o del presbítero que preside. Asimismo, la recibe un presbítero cuando un obispo preside. (IGMR 175 y 212).
De esta forma, cuando preside un presbítero y otro presbítero proclama el Evangelio, éste no recibe la bendición. Lo mismo cuando un obispo preside y otro obispo proclama el Evangelio.
Se bendice con la siguiente fórmula: “El Señor esté en tu corazón y en tus labios, para que anuncies dignamente su Evangelio; en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.”
Si quien proclama no tiene que pedir la bendición, o si cumplirá este servicio el sacerdote que preside, debe inclinarse frente al altar y decir en secreto: “Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio.”