Dar gracias bendiciendo es una de las cuatro acciones que Jesús realizó al instituir la Eucaristía, de acuerdo con los cuatro relatos que existen en la Escritura. En la misa, por ello, hacemos esto.
El sacerdote invita a dar gracias. Pero antes es necesario disponerse a ello. Por eso invita a levantar el corazón. Pide adoptar la postura necesaria para dar gracias. Se refiere a una posición espiritual, no a una postura física, pues ya todos los fieles están de pie desde que, antes de la oración sobre las ofrendas, el sacerdote invitó a orar, si no es que se pusieron de pie para ser incensados.
Se necesita levantar el corazón. Como explicaba Benedicto XVI el Domingo de Ramos de 2011, según la concepción bíblica, “el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este ‘corazón’ debe ser elevado”
Así, pues es necesario elevar el espíritu hasta el altar del cielo, para introducirnos en la liturgia celestial. Es alzarnos hasta el misterio que celebramos. Levantar el corazón es también elevarnos del tiempo actual, para ser conscientes de que estamos por celebrar el único momento de la historia que no pasa.
El sacerdote hace esta invitación levantando los brazos para que los gestos dejen claro que es necesario dejar el aquí y el ahora para imbuirnos en la altura y en la eternidad del misterio divino.
Cuando un niño pequeño quiere que su papá lo cargue, levanta las manos, y así le pide brazos. De igual manera en la misa, el sacerdote, eleva las manos como pidiéndole al Padre que nos alce hacia él, pues por nuestros méritos y fuerzas no podemos hacerlo.
Tras ello, el Misal actual no contempla que se bajen los brazos, como sí se indicaba antiguamente al pedir que se juntaran los brazos y se hiciera una inclinación mientras se invitaba a dar gracias a Dios.
El sacerdote, tras pedir levantar los corazones, invita a todos a dar gracias a Dios. A esto todos los fieles responden que es justo y necesario. La traducción literal sería “es digno y justo”.
En el Apocalipsis (4, 9) se narra que daban gracias al que estaba sentado en el trono diciendo que “Digno eres, Señor […] porque tú creaste el universo” (4, 11). Y más adelante se vuelve a hablar de esta dignidad diciendo que el Cordero es “digno de abrir los sellos porque fuiste inmolado”.
Dios es el digno. Nosotros, seres humanos que no valemos nada, que no somos dignos de que entre en nuestra casa (Lc 7, 6), hemos sido comprados para Dios con la sangre del Cordero (Ap 5, 9). Y, como dice san Pablo, por habernos dado esta dignidad luminosa de los santos, debemos darle gracias al Padre (Col 1, 12).
Justo es quien da a alguien lo que le corresponde. Si Dios nos ha rescatado graciosamente, y gratuitamente podemos beber de las aguas de la vida (Ap 22, 17), lo mínimo que podemos hacer en justicia es darle gracias al Padre por haber actuado sobre toda justicia. Es justo darle gracias porque si tenemos arriba el corazón es porque Él nos ha levantado.
Una vez que los fieles responden a la invitación de dar gracias a Dios, el sacerdote profundiza la respuesta diciendo que es verdaderamente justo, necesario y digno dar gracias al Padre. Y entonces explica la razón y los motivos de la gratitud.
San Pablo enseña que demos gracias a Dios en toda ocasión, porque esa es la voluntad de Dios, en Jesucristo, para nosotros (1 Tes 5, 18). En el prefacio se le da gracias por un motivo concreto: por la creación (V dominical del tiempo ordinario), por santa María (IV de Adviento) y, lo más común, darle gracias por Jesucristo, la Palabra, por quien Dios hizo todas las cosas (PE II y Común VI).
Hay que darle gracias por Jesucristo, porque no existe nada mejor que él. Le damos gracias por la encarnación, por sus enseñanzas, por su muerte, por su resurrección, por habernos liberado (Rom 6, 18), habernos por comprarnos (1 Cor 6, 20) y hacernos hijos de Dios (1 Jn 3, 1).
De esta forma, en el prefacio la Iglesia da gracias al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, por todas sus obras , por la creación, la redención y la santificación (CEC 1352). Así, en el prefacio toda la asamblea de los fieles se une con Cristo en la confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio (IGMR 78).
Por ello, el prefacio exige de todos los fieles, y no solo del sacerdote que lo recita, una actitud agradecimiento porque todas las obras de Dios, que nos permiten alcanzar la salvación. Además, una actitud de alabanza por todas esas obras magníficas que solo un Dios todopoderoso y que nos ama puede realizar.
Al inicio del prefacio elevamos nuestros corazones hasta el altar del cielo, para introducirnos en la liturgia celestial. Con esa postura espiritual se da gracias a Dios por sus grandes obras, que nos generan asombro. Esa admiración nos lleva a alabar a Dios. Una alabanza que no solo relazan quienes se encuentran reunidos en ese momento, sino la Iglesia del cielo “con los ángeles que cantan en el cielo”, con “los ángeles y arcángeles y todos los coros celestiales”.
Esta alabanza que se realizará en unión de “los ángeles y los santos” se anuncia en la parte final del prefacio, que es una especia de prólogo del Sanctus, con el que concluye.
Si vamos a cantar con los ángeles, hay que usar las palabras de estos seres. De acuerdo con el Apocalipsis, los ángeles no se cansaban de decir día y noche “Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios” (4, 8). El profeta Isaías también escuchó a los serafines cantar tres veces la santidad del Señor: “¡Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos! Toda la tierra está llena de su gloria.” (6, 3). A esas palabras se le suma la expresión de júbio exclamada por la multitud que recibió a Jesús en Jerusalén: “¡Hosanna en las alturas! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mt 21, 9; Mc 11, 9; Jn 12, 12), tomando palabras del salmo 118 (26).
Cantamos palabras de la Escritura. Por eso no podemos cambiarlas por otras, como se hace algunas ocasiones (“Gloria a Dios aquí en la tierra, paz y amor entre los hombres”, o “Santo es el Señor, mi Dios, digno de alabanza: a el poder el honor y la gloria”, por señalar algunas versiones en que se modifica).
El Santo es cantado o dicho por todos. El sacerdote lo hace con las manos juntas.