Celebraciones papales

Celebraciones papales

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IV.1 Preparación de los dones (Audiencia del 28 de febrero de 2018)

Continuamos con la catequesis sobre la Santa Misa. En la liturgia de la Palabra —sobre la que me he detenido en las pasadas catequesis— sigue otra parte constitutiva de la Misa, que es la liturgia eucarística. En ella, a través de los santos signos, la Iglesia hace continuamente presente el Sacrificio de la nueva alianza sellada por Jesús sobre el altar de la Cruz (cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47). Fue el primer altar cristiano, el de la Cruz, y cuando nosotros nos acercamos al altar para celebrar la misa, nuestra memoria va al altar de la Cruz, donde se hizo el primer sacrificio. El sacerdote, que en la misa representa a Cristo, cumple lo que el Señor mismo hizo y confió a los discípulos en la Última Cena: tomó el pan y el cáliz, dio gracias, los pasó a sus discípulos diciendo: «Tomad, comed… bebed: esto es mi cuerpo… este es el cáliz de mi sangre. Haced esto en memoria mía».

Obediente al mandamiento de Jesús, la Iglesia ha dispuesto en la liturgia eucarística el momento que corresponde a las palabras y a los gestos cumplidos por Él en la víspera de su Pasión. Así, en la preparación de los dones, son llevados al altar el pan y el vino, es decir los elementos que Cristo tomó en sus manos. En la plegaria eucarística damos gracias a Dios por la obra de la redención y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Siguen la fracción del Pan y la comunión, mediante la cual revivimos la experiencia de los Apóstoles que recibieron los dones eucarísticos de las manos de Cristo mismo (cf. Ordenación General del Misal Romano, 72).

Al primer gesto de Jesús: «tomó el pan y el cáliz del vino», corresponde por tanto la preparación de los dones. Es la primera parte de la Liturgia eucarística. Está bien que sean los fieles los que presenten el pan y el vino, porque estos representan la ofrenda espiritual de la Iglesia ahí recogida para la eucaristía. Es hermoso que sean los propios fieles los que llevan al altar el pan y el vino. Aunque hoy «los fieles no traigan pan y vino de su propiedad, con este destino litúrgico, como se hacía antiguamente, el rito de presentarlos conserva su sentido y significado espiritual» (Ibíd., 73). Y al respecto es significativo que, al ordenar un nuevo presbítero, el obispo, cuando le entrega el pan y el vino dice: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios» (Pontifical Romano – Ordenación de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos). ¡El Pueblo de Dios que lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran ofrenda para la Misa! Por tanto, en los signos del pan y del vino el pueblo fiel pone la propia ofrenda en las manos del sacerdote, el cual la depone en el altar o mesa del Señor, «que es el centro de toda la liturgia eucarística» (Ordenación General del Misal Romano, 73). Es decir, el centro de la Misa es el altar, y el altar es Cristo; siempre es necesario mirar el altar que es el centro de la Misa. En el «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», se ofrece por tanto el compromiso de los fieles a hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra, «sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso», «por el bien de toda su santa Iglesia». Así «la vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1368).

Ciertamente, nuestra ofrenda es poca cosa, pero Cristo necesita de este poco. Nos pide poco, el Señor, y nos da tanto. Nos pide poco. Nos pide, en la vida ordinaria, buena voluntad; nos pide corazón abierto; nos pide ganas de ser mejores para acogerle a Él que se ofrece a sí mismo a nosotros en la eucaristía; nos pide estas ofrendas simbólicas que después se convertirán en su cuerpo y su sangre. Una imagen de este movimiento oblativo de oración se representa en el incienso que, consumido en el fuego, libera un humo perfumado que sube hacia lo alto: incensar las ofrendas, como se hace en los días de fiesta, incensar la cruz, el altar, el sacerdote y el pueblo sacerdotal manifiesta visiblemente el vínculo del ofertorio que une todas estas realidades al sacrificio de Cristo (cf. Ordenación General del Misal Romano, 75). Y no olvidar: está el altar que es Cristo, pero siempre en referencia al primer altar que es la Cruz, y sobre el altar que es Cristo llevamos lo poco de nuestros dones, el pan y el vino que después se convertirán en el tanto: Jesús mismo que se da a nosotros.

Y todo esto es cuanto expresa también la oración sobre las ofrendas. En ella el sacerdote pide a Dios aceptar los dones que la Iglesia les ofrece, invocando el fruto del admirable intercambio entre nuestra pobreza y su riqueza. En el pan y el vino le presentamos la ofrenda de nuestra vida, para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y se convierta con Él en una sola ofrenda espiritual agradable al Padre. Mientras se concluye así la preparación de los dones, nos dispones a la plegaria eucarística (cf. Ibíd., 77).

Que la espiritualidad del don de sí, que este momento de la Misa nos enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los otros, las cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos, ayudándonos a construir la ciudad terrena a la luz del Evangelio.

IV.2 La Plegaria Eucarística (Audiencia del 7 de marzo de 2018)

Continuamos las catequesis sobre la Santa Misa y con esta catequesis nos detenemos en la plegaria eucarística. Concluido el rito de la presentación del pan y del vino, comienza la plegaria eucarística, que cualifica la celebración de la Misa y constituye el momento central, encaminado a la santa comunión. Corresponde a lo que Jesús mismo hizo, a la mesa con los apóstoles en el Última Cena, cuando «dio gracias» sobre el pan y después el cáliz de vino (cf. Mt 26, 27; Mc 14, 23; Lc, 22, 17-19; 1 Cor 11, 24): su acción de gracias revive en cada eucaristía nuestra, asociándose a su sacrificio de salvación.

Y en esta solemne oración —la plegaria eucarística es solemne— la Iglesia expresa lo que esta cumple cuando celebra la eucaristía y el motivo por el que la celebra, o sea, hacer comunión con Cristo realmente presente en el pan y en el vino consagrados. Después de haber invitado al pueblo a levantar los corazones al Señor y darle gracias, el sacerdote pronuncia la plegaria en voz alta, en nombre de todos los presentes, dirigiéndose al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. «El sentido de esta oración es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de las grandezas de Dios y en la ofrenda del sacrificio» (Ordenación General del Misal Romano, 78). Y para unirse debe entender. Por esto, la Iglesia ha querido celebrar la misa en la lengua que la gente entiende, para que cada uno pueda unirse a esta alabanza y a esta gran oración con el sacerdote. En verdad, «el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1367).

En el Misal hay varias fórmulas de plegaria eucarística, todas constituidas por elementos característicos, que quisiera ahora recordar (cf. Ordenación General del Misal Romano, 79; Catecismo de la Iglesia Católica, 1352-1354). Todas son bellísimas. En primer lugar está el prefacio, que es una acción de graciaspor los dones de Dios, en particular por el envío de su Hijo como Salvador. El prefacio se concluye con la aclamación del «Santo», normalmente cantada. Es hermoso cantar el «Santo»: «Santo, Santo, Santo el Señor». Toda la asamblea une la propia voz a la de los ángeles y los santos para alabar y glorificar a Dios.

Después está la invocación del Espíritu para que con su poder consagre el pan y el vino. Invocamos al Espíritu para que venga y en el pan y el vino esté Jesús. La acción del Espíritu Santo y la eficacia de las mismas palabras de Cristo pronunciadas por el sacerdote, hacen realmente presente, bajo las especies del pan y del vino, su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para todas (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1375). Jesús en esto ha sido clarísimo. Hemos escuchado cómo san Pablo al principio cuenta las palabras de Jesús: Este es mi cuerpo, esta es mi sangre». «Esta es mi sangre, este es mi cuerpo». Es Jesús mismo quien dijo esto. Nosotros no tenemos que tener pensamientos extraños: “Pero, cómo una cosa que…”. Es el cuerpo de Jesús; ¡es así! La fe: nos ayuda la fe; con un acto de fe creemos que es el cuerpo y la sangre de Jesús. Es el «misterio de la fe», como nosotros decimos después de la consagración. El sacerdote dice: «Misterio de la fe» y nosotros respondemos con una aclamación. Celebrando el memorial de la muerte y resurrección del Señor, en la espera de su regreso glorioso, la Iglesia ofrece al Padre el sacrificio que reconcilia cielo y tierra: ofrece el sacrificio pascual de Cristo ofreciéndose con Él y pidiendo, en virtud del Espíritu Santo, convertirse «en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria eucarística III; cf. Sacrosanctum Concilium, 48; Ordenación General del Misal Romano, 79f). La Iglesia quiere unirnos a Cristo y convertirse con el Señor en un solo cuerpo y un solo espíritu. Y esta es la gracia y el fruto de la Comunión sacramental: nos nutrimos del Cuerpo de Cristo para convertirnos, nosotros que lo comemos, en su Cuerpo viviente hoy en el mundo.

Misterio de comunión es esto, la Iglesia se une a la ofrenda de Cristo y a su intercesión y en esta luz, «en las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante […] como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1368). La Iglesia que ora, que reza. Es bonito pensar que la Iglesia ora, reza. Hay un pasaje en el libro de los Hechos de los Apóstoles; cuando Pedro estaba en la cárcel, la comunidad cristiana dice: «Oraba incesantemente a Dios por Él». La Iglesia que reza, la Iglesia orante. Y cuando nosotros vamos a misa es para hacer esto: hacer Iglesia orante.

La plegaria eucarística pide a Dios reunir a todos sus hijos en la perfección del amor, en unión con el Papa y el obispo, mencionados por su nombre, signo de que celebramos en comunión con la Iglesia universal y con la Iglesia particular. La súplica, como la ofrenda, es presentada a Dios por todos los miembros de la Iglesia, vivos y difuntos, en espera de la beata esperanza para compartir la herencia eterna del cielo, con la Virgen María (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1369-1371). Nada ni nadie es olvidado en la plegaria eucarística, sino que cada cosa es reconducida a Dios, como recuerda la doxología que la concluye. Nadie es olvidado. Y si tengo alguna persona, parientes, amigos, que están en necesidad o han pasado de este mundo al otro, puedo nominarlos en ese momento, interiormente y en silencio o hacer escribir que el nombre sea dicho. “Padre, ¿cuánto debo pagar para que mi nombre se diga ahí?” — “Nada”. ¿Entendido esto? ¡Nada! La Misa no se paga. La Misa es el sacrificio de Cristo, que es gratuito. La redención es gratuita. Si tú quieres hacer una ofrenda, hazla, pero no se paga. Esto es importante entenderlo.

Esta fórmula codificada de oración, tal vez podemos sentirla un poco lejana —es cierto, es una fórmula antigua— pero, si comprendemos bien el significado, entonces seguramente participaremos mejor. Esta, de hecho, expresa todo lo que cumplimos en la celebración eucarística; y además nos enseña a cultivar tres actitudes que no deberían nunca faltar en los discípulos de Jesús. Las tres actitudes: primera, aprender a «dar gracias, siempre y todo lugar» y no solo en ciertas ocasiones, cuando todo va bien; segunda, hacer de nuestra vida un don de amor, libre y gratuito; tercera, construir una concreta comunión, en la Iglesia y con todos. Por lo tanto, esta oración central de la misa nos educa, poco a poco, en hacer de toda nuestra vida una «eucaristía», es decir, una acción de gracias.

IV.3 La oración del Señor y la fracción del pan (Audiencia del 14 de marzo de 2018)

Continuamos con la catequesis sobre la Santa Misa. En la Última Cena, después de que Jesús tomó el pan y el cáliz del vino, y dio gracias a Dios, sabemos que «partió el pan». A esta acción corresponde, en la liturgia eucarística de la Misa, la fracción del Pan, precedida por la oración que el Señor nos ha enseñado, es decir, por el «Padre nuestro».

Y así comenzamos los ritos de la Comunión, prolongando la alabanza y la súplica de la plegaria eucarística con el rezo comunitario del «Padre nuestro». Esta no es una de las muchas oraciones cristianas, sino que es la oración de los hijos de Dios: es la gran oración que nos enseñó Jesús. De hecho, entregado el día de nuestro bautismo, el «Padre nuestro» nos hace resonar en nosotros esos mismos sentimientos que estaban en Cristo Jesús. Cuando nosotros rezamos el «Padre nuestro», rezamos como rezaba Jesús. Es la oración que hizo Jesús, y nos la enseñó a nosotros; cuando los discípulos le dijeron: “Maestro, enséñanos a rezar como tú rezas”. Y Jesús rezaba así. ¡Es muy hermoso rezar como Jesús! Formados en su divina enseñanza, osamos dirigirnos a Dios llamándolo «Padre», porque hemos renacido como sus hijos a través del agua y el Espíritu Santo (cf. Ef 1, 5). Ninguno, en realidad, podría llamarlo familiarmente «Abbà» —«Padre»— sin haber sido generado por Dios, sin la inspiración del Espíritu, como enseña san Pablo (cf. Rom 8, 15). Debemos pensar: nadie puede llamarlo «Padre» sin la inspiración del Espíritu. Cuántas veces hay gente que dice «Padre nuestro», pero no sabe qué dice. Porque sí, es el Padre, ¿pero tú sientes que cuando dices «Padre» Él es el Padre, tu Padre, el Padre de la humanidad, el Padre de Jesucristo? ¿Tú tienes una relación con ese Padre? Cuando rezamos el «Padre nuestro», nos conectamos con el Padre que nos ama, pero es el Espíritu quien nos da ese vínculo, ese sentimiento de ser hijos de Dios.

¿Qué oración mejor que la enseñada por Jesús puede disponernos a la Comunión sacramental con Él? Más allá de en la Misa, el «Padre nuestro» debe rezarse por la mañana y por la noche, en los Laudes y en las Vísperas; de tal modo, el comportamiento filial hacia Dios y de fraternidad con el prójimo contribuyen a dar forma cristiana a nuestros días.

En la oración del Señor —en el «Padre nuestro»— pidamos el «pan de cada día», en el que vemos una referencia particular al Pan Eucarístico, que necesitamos para vivir como hijos de Dios. Imploramos también el «perdón de nuestras ofensas» y para ser dignos de recibir el perdón de Dios nos comprometemos a perdonar a quien nos ha ofendido. Y esto no es fácil. Perdonar a las personas que nos han ofendido no es fácil; es una gracia que debemos pedir: “Señor, enséñame a perdonar como tú me has perdonado”. Es una gracia. Con nuestras fuerzas nosotros no podemos: es una gracia del Espíritu Santo perdonar. Así, mientras nos abre el corazón a Dios, el «Padre nuestro» nos dispone también al amor fraternal. Finalmente, le pedimos nuevamente a Dios que nos «libre del mal» que nos separa de Él y nos separa de nuestros hermanos. Entendemos bien que estas son peticiones muy adecuadas para prepararnos para la Sagrada Comunión (cf. Ordenación General del Misal Romano, 81).

De hecho, lo que pedimos en el «Padre nuestro» se prolonga con la oración del sacerdote que, en nombre de todos, suplica: «Líbranos de todos los males, Señor, concédenos la paz en nuestros días». Y luego recibe una especie de sello en el rito de la paz: lo primero, se invoca por Cristo que el don de su paz (cf. Jn 14, 27) —tan diversa de la paz del mundo— haga crecer a la Iglesia en la unidad y en la paz, según su voluntad; por lo tanto, con el gesto concreto intercambiado entre nosotros, expresamos «la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de comulgar en el Sacramento» (Ordenación General del Misal Romano, 82). En el rito romano, el intercambio de la señal de paz, situado desde la antigüedad antes de la comunión, está encaminado a la comunión eucarística. Según la advertencia de san Pablo, no es posible comunicarse con el único pan que nos hace un solo cuerpo en Cristo, sin reconocerse a sí mismos pacificados por el amor fraterno (cf. 1 Cor 10, 16-17; 11, 29). La paz de Cristo no puede arraigarse en un corazón incapaz de vivir la fraternidad y de recomponerla después de haberla herido. La paz la da el Señor: Él nos da la gracia de perdonar a aquellos que nos han ofendido.

El gesto de la paz va seguido de la fracción del Pan, que desde el tiempo apostólico dio nombre a la entera celebración de la Eucaristía (cf. Ordenación General del Misal Romano, 83; Catequismo de la Iglesia Católica, 1329). Cumplido por Jesús durante la Última Cena, el partir el Pan es el gesto revelador que permitió a los discípulos reconocerlo después de su resurrección. Recordemos a los discípulos de Emaús, los que, hablando del encuentro con el Resucitado, cuentan «cómo lo habían reconocido al partir el pan» (cf. Lc 24, 30-31. 35).

La fracción del Pan eucarístico está acompañada por la invocación del «Cordero de Dios», figura con la que Juan Bautista indicó en Jesús al «que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). La imagen bíblica del cordero habla de la redención (cf. Esd 12, 1-14; Is 53, 7; 1 Pe 1, 19; Ap 7, 14). En el Pan eucarístico, partido por la vida del mundo, la asamblea orante reconoce al verdadero Cordero de Dios, es decir, el Cristo redentor y le suplica: «ten piedad de nosotros… danos la paz».

«Ten piedad de nosotros», «danos la paz» son invocaciones que, de la oración del «Padre nuestro» a la fracción del Pan, nos ayudan a disponer el ánimo a participar en el banquete eucarístico, fuente de comunión con Dios y con los hermanos.

No olvidemos la gran oración: lo que Jesús enseñó, y que es la oración con la cual Él rezaba al Padre. Y esta oración nos prepara para la comunión.

IV.4 La comunión (Audiencia del 21 de marzo de 2018)

Y hoy es el primer día de primavera: ¡buena primavera! Pero, ¿qué sucede en primavera? Florecen las plantas, florecen los árboles. Yo os haré alguna pregunta. ¿Un árbol o una planta enfermos, florecen bien si están enfermos? ¡No! Un árbol, una planta que ha cortado las raíces y que no tiene raíces, ¿puede florecer? No. Pero, ¿sin raíces se puede florecer? ¡No! Y este es un mensaje: la vida cristiana debe ser una vida que debe florecer en las obras de caridad, al hacer el bien. Pero si tú no tienes raíces, no podrás florecer y, ¿la raíz quien es? ¡Jesús! Si tú no estás con Jesús, allí, en la raíz, no florecerás. Si no riegas tu vida con la oración y los sacramentos, ¿tendrás flores cristianas? ¡No! Porque la oración y los sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece. Os deseo que esta primavera para vosotros sea una primavera florida, como será la Pascua florida. Florida de buenas obras, de virtud, de hacer el bien a los demás. Recordad esto, este es un verso muy hermoso de mi patria: “Lo que el árbol tiene de florecido, viene de lo que tiene de enterrado”. Nunca cortéis las raíces con Jesús.

Y continuamos ahora con la catequesis sobre la Santa Misa. La celebración de la Misa, de la que estamos recorriendo los diversos momentos, está encaminada a la comunión, es decir, a unirnos con Jesús. La comunión sacramental: no la comunión espiritual, que puedes hacerla en tu casa diciendo: “Jesús, yo quisiera recibirte espiritualmente”. No, la comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos la eucaristía para nutrirnos de Cristo, que se nos da a sí mismo, tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para conformarnos a Él. Lo dice el Señor mismo: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6, 56). De hecho, el gesto de Jesús que dona a sus discípulos su Cuerpo y Sangre en la última Cena, continúa todavía hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la distribución a los hermanos del Pan de la vida y del Cáliz de la salvación.

En la Misa, después de haber partido el Pan consagrado, es decir, el Cuerpo de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles invitándoles a participar en el banquete eucarístico. Conocemos las palabras que resuenan desde el santo altar: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor». Inspirado en un pasaje del Apocalipsis —«Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19, 9): dice «bodas» porque Jesús es el esposo de la Iglesia— esta invitación nos llama a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad. Es una invitación que alegra y juntos empuja hacia un examen de conciencia iluminado por la fe. Si por una parte, de hecho, vemos la distancia que nos separa de la santidad de Cristo, por la otra creemos que su Sangre viene «esparcida para la remisión de los pecados». Todos nosotros fuimos perdonados en el bautismo y todos nosotros somos perdonados o seremos perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Y no os olvidéis: Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Precisamente pensando en el valor salvador de esa Sangre, san Ambrosio exclama: «Yo que peco siempre, debo siempre disponer de la medicina» (De sacramentis, 4, 28: PL 16, 446a). En esta fe, también nosotros queremos la mirada al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y lo invocamos: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Esto lo decimos en cada Misa.

Si somos nosotros los que nos movemos en procesión para hacer la comunión, nosotros vamos hacia el altar en procesión para hacer la comunión, en realidad es Cristo quien viene a nuestro encuentro para asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con Jesús! Nutrirse de la eucaristía significa dejarse mutar en lo que recibimos. Nos ayuda san Agustín a comprenderlo, cuando habla de la luz recibida al escuchar decir de Cristo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Y tú no me transformarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te transformarás en mí» (Confesiones VII, 10, 16: PL 32, 742). Cada vez que nosotros hacemos la comunión, nos parecemos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Como el pan y el vino se convierten en Cuerpo y Sangre del Señor, así cuantos le reciben con fe son transformados en eucaristía viviente. Al sacerdote que, distribuyendo la eucaristía, te dice: «El Cuerpo de Cristo», tú respondes: «Amén», o sea reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en Cuerpo de Cristo. Porque cuando tú recibes la eucaristía te conviertes en cuerpo de Cristo. Es bonito, esto; es muy bonito. Mientras nos une a Cristo, arrancándonos de nuestros egoísmos, la comunión nos abre y une a todos aquellos que son una sola cosa en Él. Este es el prodigio de la comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!

La Iglesia desea vivamente que también los fieles reciban el Cuerpo del Señor con hostias consagradas en la misma misa; y el signo del banquete eucarístico se expresa con mayor plenitud si la santa comunión se hace bajo las dos especies, incluso sabiendo que la doctrina católica enseña que bajo una sola especie se recibe a Cristo todo e íntegro (cf. Ordenación General del Misal Romano, 85; 281-282). Según la praxis eclesial, el fiel se acerca normalmente a la eucaristía en forma de procesión, como hemos dicho, y se comunica en pie con devoción, o de rodillas, como establece la Conferencia Episcopal, recibiendo el sacramento en la boca o, donde está permitido, en la mano, como se prefiera (cf. Ordenación General del Misal Romano, 160-161). Después de la comunión, para custodiar en el corazón el don recibido nos ayuda el silencio, la oración silenciosa. Prologar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos ayuda mucho, como también cantar un salmo o un himno de alabanza (cf. Ordenación General del Misal Romano, 88) que nos ayuda a estar con el Señor. La Liturgia eucarística se concluye con la oración después de la comunión. En esta, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para darle las gracias por habernos hecho sus comensales y pedir que lo que hemos recibido transforme nuestra vida. La eucaristía nos hace fuertes para dar frutos de buenas obras para vivir como cristianos. Es significativa la oración de hoy, en la que pedimos al Señor que «el sacramento que acabamos de recibir sea medicina del cielo, para que elimine las culpas de nuestros corazones y nos asegure tu constante protección» (Misal Romano, Miércoles de la V semana de Cuaresma). Acerquémonos a la eucaristía: recibir a Jesús que nos trasforma en Él, nos hace más fuertes. ¡Es muy bueno y muy grande el Señor!