II.1 Introducción (Audiencia del 20 de diciembre de 2017)
Hoy quisiera entrar en el vivo de la celebración eucarística. La Misa está formada de dos partes, que son la Liturgia de la Palabra y la Liturgia eucarística, tan estrechamente unidas entre ellas que forman un único acto de culto (cf. Sacrosanctum Concilium, 56; Ordenación General del Misal Romano, 28). Introducida por algunos ritos preparatorios y concluida por otros, la celebración es por tanto un único cuerpo y no se puede separar, pero para una mejor comprensión trataré de explicar sus diferentes momentos, cada uno de los cuales es capaz de tocar e implicar una dimensión de nuestra unidad. Es necesario conocer estos santos signos para vivir plenamente la misa y saborear toda su belleza.
Cuando el pueblo está reunido, la celebración se abre con los ritos iniciales, incluidas la entrada de los celebrantes o del celebrante, el saludo — «El Señor esté con vosotros», «La paz esté con vosotros» —, el acto penitencial — «Yo confieso», donde nosotros pedimos perdón por nuestros pecados—, el Kyrie eleison, el himno del Gloria y la oración colecta: se llama «oración colecta» no porque allí se hace la colecta de las ofrendas: es la colecta de las intenciones de oración de todos los pueblos; y esa colecta de las intenciones de los pueblos sube al cielo como oración. Su fin —de estos ritos iniciales— es hacer «que los fieles reunidos constituyan una comunión y se dispongan a oír como conviene la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía» (Ordenación General del Misal Romano, 46). No es una buena costumbre mirar el reloj y decir: «Voy bien de hora, llego después del sermón y con esto cumplo el precepto». La Misa empieza con la señal de la cruz, con estos ritos iniciales, porque allí empezamos a adorar a Dios como comunidad. Y por esto es importante prever no llegar tarde, más bien antes, para preparar el corazón a este rito, a esta celebración de la comunidad.
Mientras normalmente tiene lugar el canto de entrada, el sacerdote con los otros ministros llega en procesión al presbiterio, y aquí saluda el altar con una reverencia y, en signo de veneración, lo besa y, cuando hay incienso, lo inciensa. ¿Por qué? Porque el altar es Cristo: es figura de Cristo. Cuando nosotros miramos al altar, miramos donde está Cristo. El altar es Cristo. Estos gestos, que corren el riesgo de pasar inobservados, son muy significativos, porque expresan desde el principio que la misa es un encuentro de amor con Cristo, el cual «con la inmolación de su cuerpo en la cruz […] se manifestó, a la vez, como sacerdote, altar y víctima» (Prefacio pascual V). El altar, de hecho, en cuanto signo de Cristo, «es también el centro de la acción de gracias que se realiza en la Eucaristía» (Ordenación General del Misal Romano, 296), y toda la comunidad en torno al altar, que es Cristo; no por mirarse la cara, sino para mirar a Cristo, porque Cristo es el centro de la comunidad, no está lejos de ella.
Después está el signo de la cruz. El sacerdote que preside lo hace sobre sí y hacen lo mismo todos los miembros de la asamblea, conscientes de que el acto litúrgico se realiza «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y aquí paso a otro tema pequeñísimo. ¿Vosotros habéis visto como se hacen los niños la señal de la cruz? No saben qué hacen: a veces hacen un gesto, que no es el gesto de la señal de la cruz. Por favor: mamá y papá, abuelos, enseñad a los niños, desde el principio —de pequeños— a hacer bien la señal de la cruz. Y explicadle qué es tener como protección la cruz de Jesús. Y la misa empieza con la señal de la cruz. Toda la oración se mueve, por así decir, en el espacio de la Santísima Trinidad —«En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo»—, que es espacio de comunión infinita; tiene como origen y como fin el amor de Dios Uno y Trino, manifestado y donado a nosotros en la Cruz de Cristo. De hecho su misterio pascual es don de la Trinidad, y la eucaristía fluye siempre de su corazón atravesado. Marcándonos con la señal de la cruz, por tanto, no solo recordamos nuestro Bautismo, sino que afirmamos que la oración litúrgica es el encuentro con Dios en Cristo Jesús, que por nosotros se ha encarnado, ha muerto en la cruz y ha resucitado glorioso.
El sacerdote, por tanto, dirige un saludo litúrgico, con la expresión: «El Señor esté con vosotros» u otra parecida —hay varias—, y la asamblea responde: «Y con tu espíritu». Estamos en diálogo; estamos al principio de la Misa y debemos pensar en el significado de todos estos gestos y palabras.
Estamos entrando en una «sinfonía», en la cual resuenan varias tonalidades de voces, incluido tiempos de silencio, para crear el «acuerdo» entre todos los participantes, es decir reconocerse animados por un único Espíritu y por un mismo fin. En efecto «con este saludo y con la respuesta del pueblo queda de manifiesto el misterio de la Iglesia congregada» (Ordenación General del Misal Romano, 50). Se expresa así la fe común y el deseo mutuo de estar con el Señor y vivir la unidad con toda la comunidad.
Y esta es una sinfonía orante, que se está creando y presenta enseguida un momento muy tocante, porque quien preside invita a todos a reconocer los propios pecados. Todos somos pecadores. No lo sé, quizá alguno de vosotros no es pecador… Si alguno no es pecador que levante la mano, por favor, así todos lo vemos. Pero no hay manos levantadas, va bien: ¡tenéis buena la fe! Todos somos pecadores; y por eso al inicio de la misa pedimos perdón. Y el acto penitencial. No se trata solamente de pensar en los pecados cometidos, sino mucho más: es la invitación a confesarse pecadores delante de Dios y delante de la comunidad, delante de los hermanos, con humildad y sinceridad, como el publicano en el templo. Si realmente la eucaristía hace presente el misterio pascual, es decir el pasaje de Cristo de la muerte a la vida, entonces lo primero que tenemos que hacer es reconocer cuáles son nuestras situaciones de muerte para poder resurgir con Él a la vida nueva. Esto nos hace comprender lo importante que es el acto penitencial. Y por esto retomaremos el argumento en la próxima catequesis.
Vamos paso a paso en la explicación de la misa. Pero os pido: ¡enseñad bien a los niños a hacer la señal de la cruz, ¡por favor!
II.2 El acto penitencial (Audiencia del 3 de enero de 2018)
Retomando las catequesis sobre la celebración eucarística, consideramos hoy, en nuestro contexto de los ritos iniciales, el acto penitencial. En su sobriedad, esto favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo delante de Dios y de los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores. La invitación del sacerdote, de hecho, está dirigida a toda la comunidad en oración, porque todos somos pecadores. ¿Qué puede donar el Señor a quien tiene ya el corazón lleno de sí, del propio éxito? Nada, porque el presuntuoso es incapaz de recibir perdón, lleno como está de su presunta justicia. Pensemos en la parábola del fariseo y del publicano, donde solamente el segundo —el publicano— vuelve a casa justificado, es decir perdonado (cf. Lc 18, 9-14). Quien es consciente de las propias miserias y baja los ojos con humildad, siente posarse sobre sí la mirada misericordiosa de Dios. Sabemos por experiencia que solo quien sabe reconocer los errores y pedir perdón recibe la comprensión y el perdón de los otros.
Escuchar en silencio la voz de la conciencia permite reconocer que nuestros pensamientos son distantes de los pensamientos divinos, que nuestras palabras y nuestras acciones son a menudo mundanas, guiadas por elecciones contrarias al Evangelio. Por eso, al principio de la Misa, realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada uno confiesa a Dios y a los hermanos «que he pecado mucho de pensamiento, palabras, obra y omisión». Sí, también en omisión, o sea, que he dejado de hacer el bien que habría podido hacer. A menudo nos sentimos buenos porque —decimos— “no he hecho mal a nadie”. En realidad, no basta con hacer el mal al prójimo, es necesario elegir hacer el bien aprovechando las ocasiones para dar buen testimonio de que somos discípulos de Jesús. Está bien subrayar que confesamos tanto a Dios como a los hermanos ser pecadores: esto nos ayuda a comprender la dimensión del pecado que, mientras nos separa de Dios, nos divide también de nuestros hermanos, y viceversa. El pecado corta: corta la relación con Dios y corta la relación con los hermanos, la relación en la familia, en la sociedad, en la comunidad: El pecado corta siempre, separa, divide.
Las palabras que decimos con la boca están acompañadas del gesto de golpearse el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por mi culpa, y no por la de otros. Sucede a menudo que, por miedo o vergüenza, señalamos con el dedo para acusar a otros. Cuesta admitir ser culpables, pero nos hace bien confesarlo con sinceridad. Confesar los propios pecados. Yo recuerdo una anécdota, que contaba un viejo misionero, de una mujer que fue a confesarse y empezó a decir los errores del marido; después pasó a contar los errores de la suegra y después los pecados de los vecinos. En un momento dado, el confesor dijo: “Pero, señora, dígame, ¿ha terminado? — Muy bien: usted ha terminado con los pecados de los demás. Ahora empiece a decir los suyos”. ¡Decir los propios pecados!
Después de la confesión del pecado, suplicamos a la Bienaventurada Virgen María, los ángeles y los santos que recen por nosotros ante el Señor. También en esto es valiosa la comunión de los santos: es decir, la intercesión de estos «amigos y modelos de vida» (Prefacio del 1 de noviembre [*]) nos sostiene en el camino hacia la plena comunión con Dios, cuando el pecado será definitivamente anulado.
Además del «Yo confieso», se puede hacer el acto penitencial con otras fórmulas, por ejemplo: «Señor, ten misericordia de nosotros. / Porque hemos pecado contra ti. / Muéstranos, Señor, tu misericordia. / Y danos tu salvación» (cf. Sal 123, 3; 85, 8; Jer 14, 20). Especialmente el domingo se puede realizar la bendición y la aspersión del agua en memoria del Bautismo (cf. OGMR, 51), que cancela todos los pecados. También es posible, como parte del acto penitencial, cantar el Kyrie eléison: con una antigua expresión griega, aclamamos al Señor –Kyrios– e imploramos su misericordia (Ibid., 52).
La Sagrada escritura nos ofrece luminosos ejemplos de figuras “penitentes” que, volviendo a sí mismos después de haber cometido el pecado, encuentran la valentía de quitar la máscara y abrirse a la gracia que renueva el corazón. Pensemos en el rey David y a las palabras que se le atribuyen en el Salmo. «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa» (51, 3). Pensemos en el hijo pródigo que vuelve donde su padre; o en la invocación del publicano: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador» (Lc 18, 13). Pensemos también en san Pedro, en Zaqueo, en la mujer samaritana. Medirse con la fragilidad de la arcilla de la que estamos hechos es una experiencia que nos fortalece: mientras que nos hace hacer cuentas con nuestra debilidad, nos abre el corazón a invocar la misericordia divina que transforma y convierte. Y esto es lo que hacemos en el acto penitencial al principio de la Misa.
III.3 El Gloria y la colecta (Audiencia del 10 de enero de 2018)
En el recorrido de catequesis sobre la celebración eucarística hemos visto que el Acto penitencial nos ayuda a despojarnos de nuestras presunciones y a presentarnos a Dios como somos realmente, conscientes de ser pecadores, en la esperanza de ser perdonados. Precisamente del encuentro entre la miseria humana y la misericordia divina toma vida la gratitud expresada en el “Gloria”, «un antiquísimo y venerable himno con que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y y al Cordero y le presenta súplicas» (Ordenamiento General del Misal Romano, 53).
La introducción de este himno —«Gloria a Dios en el cielo»— retoma el canto de los ángeles en el nacimiento de Jesús en Belén, alegre anuncio del abrazo entre cielo y tierra. Este canto también nos involucra reunidos en la oración: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor».
Después del “Gloria”, o cuando este no está, inmediatamente después del Acto penitencial, la oración toma forma particular en la oración denominada «colecta», por medio de la cual se expresa el carácter propio de la celebración, variable según los días y los tiempos del año (cf Ibíd., 54). Con la invitación «oremos», el sacerdote insta al pueblo a recogerse con él en un momento de silencio, con el fin de tomar conciencia de estar en presencia de Dios y hacer emerger, a cada uno en su corazón, las intenciones personales con las que participa en la Misa (cf. Ibíd., 54). El sacerdote dice «oremos»; y después, viene un momento de silencio y cada uno piensa en las cosas que necesita, que quiere pedir en la oración.
El silencio no se reduce a la ausencia de palabras, sino a la disposición a escuchar otras voces: la de nuestro corazón y, sobre todo, la voz del Espíritu Santo. En la liturgia, la naturaleza del sagrado silencio depende del momento en el que tiene lugar: «Así, en el acto penitencial y después de la invitación a orar, los presentes se recogen en su interior; al terminar la lectura o la homilía, meditan brevemente sobre lo que han oído; y después de la comunión, alaban a Dios en su corazón y oran» (Ibíd., 45). Por lo tanto, antes de la oración inicial, el silencio ayuda a recogerse en nosotros mismos y a pensar en por qué estamos allí. He ahí entonces la importancia de escuchar nuestro ánimo para abrirlo después al Señor. Tal vez venimos de días de cansancio, de alegría, de dolor, y queremos decírselo al Señor, invocar su ayuda, pedir que nos esté cercano; tenemos amigos o familiares enfermos o que atraviesan pruebas difíciles; deseamos confiar a Dios el destino de la Iglesia y del mundo. Y para esto sirve el breve silencio antes de que el sacerdote, recogiendo las intenciones de cada uno, exprese en voz alta a Dios, en nombre de todos, la oración común que concluye los ritos iniciales haciendo de hecho «la colecta» de las intenciones. Recomiendo vivamente a los sacerdotes observar este momento de silencio y no ir deprisa: «oremos» y que se haga el silencio. Recomiendo esto a los sacerdotes. Sin este silencio, corremos el riesgo de descuidar el recogimiento del alma. El sacerdote recita esta súplica, esta oración de colecta, con los brazos extendidos y la actitud del orante, asumida por los cristianos desde el final de los primeros siglos —como dan testimonio los frescos de las catacumbas romanas— para imitar al Cristo con los brazos abiertos sobre la madera de la cruz. Y allí, Cristo es el Orante y es también la oración. En el crucifijo reconocemos al Sacerdote que ofrece a Dios la oración que desea, es decir, la obediencia filial.
En el Rito Romano, las oraciones son concisas pero ricas de significado: se pueden hacer tantas meditaciones hermosas sobre estas oraciones. ¡Muy hermosas! Volver a meditar los textos, incluso fuera de la Misa puede ayudarnos a aprender cómo dirigirnos a Dios, qué pedir, qué palabras usar. Que la liturgia pueda convertirse para todos nosotros en una verdadera escuela de oración.